Territorios Baldíos

Darío Fritz

Aulas

El profesor de geografía frena el paso del alumno que ha pedido permiso para ir al baño. En tono duro le recrimina por su desgano traducido en unos pies que simulan arrastrarse. El alumno, que asiste obligado a clases del primer año del secundario y al que nada le importa de lo que ocurra en el aula –desertará muy pronto-, levanta los hombros y pasa a caminar con normalidad. A su regreso, el profesor le agradece la actitud y le pide que la conserve. En esos años clave de la adolescencia en el que aprender se reconocerá tiempo después, de pasiones, impaciencia y descubrimientos, no era habitual encontrar del otro lado de su mesa de trabajo al maestro que hiciera de la enseñanza una forma de seducción, a partir de la sincera vocación, según definió Nuccio Ordine. Aquel profesor lo practicaba, pero abundaban en las aulas desde el contador que infligía su cuota de terror con la libreta de calificaciones mientras el salón entraba en un silencio sepulcral, la profesora desesperada en sus enredos para explicar fórmulas matemáticas que nadie entendía o el historiador que dormitaba cada vez que un alumno exponía. Ahora, décadas después y colocado del lado de ese mismo escritorio y silla -siempre que la haya porque en la universidad pública donde imparto clases de periodismo suele estar el esqueleto únicamente-, recordando esas experiencias de adolescente cada vez que inicia un ciclo escolar, trato de huirle a los espejos, como Mark Twain decía que debemos escapar de los adjetivos, ese vicio por eliminar.

Así, les tiro fotos a los alumnos, cualquiera que encuentre en el archivo personal, para que piensen la historia detrás de ella, potenciada por la realidad que reconocen de lecturas y horas de consumir redes sociales y videos, un modo de alimentar la imaginación. A veces dudan, como si el periodismo fuera sólo hechos y no la capacidad para entender y entretejer situaciones de la vida real. La respuesta suele ser de incredulidad, traducida una semana después en la entrega de textos extensos y cercanos a la vida como explican los noticiarios, pero también las feak news o las portadas de títulos aburridos.

Así, revisamos películas y videos e intentan descifrar el origen de una investigación, ¿hubo una hipótesis o eso es cosa de académicos que en la práctica no se estila? ¿hubo alguien que contradijera información o se le cuenta a la audiencia una sola versión?

Así, pregunto por el contexto en que el presidente se refiere al envío de propuestas de leyes al Congreso, ¿por qué la violencia se dispara en una ciudad hasta ahora tranquila? ¿cuáles son las razones por las que unos enfermos no obtienen asistencia de medicamentos de la salud pública? ¿en las millonarias transferencias de futbolista se declaran todos los impuestos? Hay contestaciones excéntricas y asentadas en la inseguridad, silencios y reprobaciones a porqué tener que saber algo así desde los salones universitarios. Pero responden.

Los empujo a imitar; a Irvin Welsh, Luiselli, Maia, Walsh, Guerriero, García Márquez, Parra, Lehane. A buscar, ¿cómo surgió A sangre fría? ¿quiénes propiciaron Watergate? ¿y La Casa Blanca? A leer sus textos y encontrarse con aciertos, con sus voces y sus pifias. A hurgar en la poesía para aprender de sus imágenes. A patinar con ideas y proyectos que les apasionen hasta que de revisar y revisar encuentren por dónde empezar.

“Una clase o una asignatura -lo extendería a enseñar- solo puede funcionar como una invitación. Una invitación a querer saber más para los que asisten a ella y cuyo éxito o fracaso en cierta medida de que esa invitación se acepte”, dicen los españoles José Cabezas y Salvador Gómez, autores de la fresca y didáctica Cómo dar una clase. Cada año en que por estas fechas las universidades retoman actividades, la pregunta que más cala es la misma que le hacía provocador Charles Bukowski a sus colegas escritores: quiénes son esos que enseñan de lo que no saben hacer.

@DaríoFritz

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